24 enero, 2013

SAGAS MEDIEVALES

SAGA DE TEODORICO DE VERONA 

ANÓNIMO
En Bergen, la ciudad nórdica donde el rey Hákon IV Hákonarson (1214-1263) tenía su corte, las noches de invierno eran largas y frías. En torno al fuego, en humildes casas o en lujosos banquetes, los sagnamenn amenizaban las veladas relatando historias de reyes, héroes, hadas, ondinas, dragones, troles o enanos. Los rapsodas recorrían las plazas de las ciudades y pueblos regándolos de hechos extraordinarios, gestas legendarias y crueles batallas, a mayor gloria del monarca y sus leales caballeros.
Aún hoy el reinado de Hákon IV suscita controversia entre los historiadores. Para unos fue hombre poderoso y dominante, que gobernó con puño de hierro el mayor imperio noruego que haya existido; para otros, sólo un personaje mediocre que alcanzó el trono en un momento clave de la historia noruega. Sea como fuere, de lo que no hay duda es que, durante su reinado, Noruega dejó atrás las luchas intestinas que la desgarraban y conquistó la unificación y el reconocimiento internacional; su corona se legitimó al entroncar con otras monarquías europeas como la castellana, con uno de cuyos vástagos, el infante don Felipe, hermano de Alfonso X, se desposó la princesa de aciago destino, Kristín, hija de Hákon. Su corte asistió al florecimiento de las artes en general y de la literatura en particular, plasmando en textos escritos leyendas germanas adaptadas a la lengua noruega, de donde nacería un nuevo género denominado riddarasögur o “sagas de caballeros”. El origen oral de estas narraciones en prosa se nos revela en su propia etimología, que ya Borges subrayó en sus Literaturas germánicas medievales, al señalar el origen alemán –sagen-  e inglés –say- del término saga,  cuyo significado viene a ser “decir o referir”. La Real Academia Española define el vocablo como “cada una de las leyendas poéticas contenidas en su mayor parte en las dos colecciones de primitivas tradiciones heroicas y mitológicas de la antigua Escandinavia” y, como muestra de la difusión que estas epopeyas han alcanzado a través de los siglos, también propone la acepción “relato novelesco que abarca las vicisitudes de dos o más generaciones de una familia”, evidenciando así uno de los rasgos de este tipo de literatura, la crónica de la vida de un personaje célebre –y de sus parientes y allegados- desde su nacimiento hasta su muerte.
Un magnífico ejemplo de este tipo de relatos es la Saga de Teodorico de Verona, única versión íntegra y estructurada que se conserva en la literatura medieval sobre la vida del monarca Teodorico el Grande (454-526) -Þiðrekr para los noruegos-.  Escrita a mediados del siglo XIII, narra las hazañas del rey ostrogodo a lo largo de varios años en escenarios italianos, húngaros, rusos, polacos o españoles, salpicándola con una serie de aventuras protagonizadas por furiosos dragones, pizpiretos enanos, vesánicos gigantes, hercúleos herreros, virtuosas princesas, hermosas doncellas, nobles caballeros e intrépidos guerreros.



Algunas de estas historias, más próximas a la leyenda que a la crónica, comparten protagonistas con otras sagas, como la de El cantar de los nibelungos, cuyo héroe, Sigfrido –Sigurðr en noruego-, que evoca en el lector el recuerdo del Aquiles homérico, inspiró a Wagner para componer su mastodóntica obra El anillo del nibelungo. Y no sólo el compositor alemán fue seducido por la mágica influencia de estos relatos; los lectores de J.R.R. Tolkien descubrirán sin mucho esfuerzo la musicalidad nórdica en los nombres de elfos, troles o enanos de El señor de los anillos; y los demás recordarán cuentos como La cenicienta o la Bella Durmiente de los hermanos Grimm, pensarán en el “érase una vez…” cuando lean “y ahora hay que contar…” y sonreirán al hallar entre sus páginas algún émulo de Guillermo Tell o al mismísimo rey Arturo.
La saga describe, en sus comienzos, los antecedentes familiares de Teodorico, continúa con su niñez y adolescencia y prosigue narrando los conflictos familiares con su tío Ermenerico –Erminrekr-, que acabaron avocándolo al exilio de Teodorico a la corte de Atila, rey de los hunos. Años después, Teodorico, comandando un ejército de hunos vuelve a Italia a intentar reconquistar su reino, pero la muerte de su hermano y de los hijos de Atila provoca el regreso prematuro y dolorido del héroe junto a éste, a pesar del favorable desenlace de la batalla. Finalmente, consigue recuperar su reino pero fallece por la gravedad de sus heridas tras vengar la muerte de su hermano. Pero a la trama general se unen episodios de otras leyendas y sagas, elementos mágicos y supersticiosos, y episodios caballerescos y corteses, todos ellos estructurados en XXVI relatos y divididos a su vez en 442 capítulos (muchos de ellos con sólo algunas líneas de extensión) intitulados con concisión y objetividad (“Velent elabora una imagen de Reginn y recupera sus herramientas”; Viðga y Þiðrekr combaten a caballo”; “Los niflungos y Sigurðr se van de caza”).
El medievalista Jacques Le Goff afirmaba que “las obras de arte, las imágenes, nunca son inocentes; las de la Edad Media lo son menos que otras muchas”. Quizás no erramos demasiado si extrapolamos esta afirmación a la Saga de Teodorico. A pesar de la aparente ingenuidad y puerilidad en su forma, en la que se nos presentan a los reyes como seres legendarios, a los héroes tan aguerridos que parecen deformes, a las espadas tan resistentes que parecen forjadas por semidioses y a los animales tan inteligentes que parecen humanos, en el fondo del relato late una intención moralizante que muestra, escondida entre sus líneas, un afán por ensalzar el espíritu caballeresco, el honor y la monarquía como único y legítimo cemento aglutinador de los pueblos.
Y sería imperdonable concluir sin resaltar la calidad de la edición que nos propone La Esfera de los Libros. No sólo el aspecto formal del libro es impecable, de portada en cartoné, con una iconografía elegante y bella y una edición del texto a dos tintas; también la traducción de Mariano González Campo, especialista en lenguas nórdicas, autor a un tiempo de la interesante introducción y de las más que oportunas notas, evidencia un profundo conocimiento del lenguaje nórdico antiguo. Su minucioso trabajo, que constituye la primera traducción al castellano del texto íntegro de esta maravilla medieval, transmite toda la magia de una época fascinante y sorprendente, y nos aproxima a la desconocida y antigua literatura noruega.
Y el broche de oro de la edición: Luis Alberto de Cuenca, flamante nuevo miembro de la Real Academia de la Historia y traductor al castellano de otros textos medievales como El cantar de Valtario, prologa la obra, desplegando ante nosotros la alfombra roja de la literatura por la que el lector hollará con deleite los caminos que llevan hacia los pueblos nórdicos del Medievo.


Pilar Moreno Monteverde

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